
Un clásico apotegma que suele repetirse en la disciplina de la comunicación política subraya que gobernar es comunicar. Los gobernantes se ven obligados a legitimar sus proyectos e iniciativas, y a reafirmar sus apoyos electorales de forma constante, lo que los haría transitar una suerte de campaña permanente. Sin embargo, y en tanto ello no implica en absoluto que la política pueda ni deba reducirse a la comunicación, quizás dicha máxima debería reformularse de la siguiente manera: “Gobernar es comunicar, pero no solo es ello”.
En este marco, quizás una de las dificultades más grandes que tiene la gestión de Cambiemos es encontrar ese equilibrio necesario entre comunicar y hacer política. La concepción peyorativa que algunos dirigentes del PRO tienen por esta última los ha llevado a menudo a desconocer su importancia para administrar los frentes conflictivos, y transitar la siempre compleja relación de intereses y apoyos que caracteriza a todo sistema político.
Tras la corrida cambiaria que golpeó duramente al Gobierno en su línea de flotación, poniendo en duda, incluso, las perspectivas reeleccionistas que tras los comicios de 2017 lucían casi aseguradas, Cambiemos parece haber tomado nota de algunos de estos errores y comenzado a activar mecanismos que prometen aceitar el vínculo político de la Casa Rosada con un abanico de actores claves.
Analicemos tres grandes campos del escenario de la política en los que el Gobierno decidió intervenir: los sindicatos, los legisladores y el electorado.
Los sindicatos
El pasado miércoles, Hugo Moyano reapareció en el escenario público anunciando un paro general para el 14 de junio en rechazo de la pauta de aumento salarial del 15% acordada en la mayoría de las paritarias, a todas luces muy por debajo de la inflación prevista para el año en curso. Una convocatoria que, además, podría coincidir con otra medida de fuerza promovida por la CGT, la CTA y la Corriente Federal liderada por el referente de los bancarios, Sergio Palazzo, que suma al reclamo salarial el rechazo al veto de la ley de tarifas y el acuerdo con el FMI.
Estas potenciales medidas de fuerza parecen haber sido estímulo suficiente para que el Gobierno nacional pusiera en marcha mecanismos para desarticular la conflictividad gremial.
El antecedente que vivió Brasil días atrás parece haber llegado a la Argentina como una llamada de atención. La huelga de camioneros producida a causa del aumento del precio de los combustibles derivó en la renuncia del director de Petrobras y la caída del 14% de las acciones de dicha empresa.
Es en este sentido que, para no correr con riesgos en una etapa compleja de la política criolla, el Gobierno decidió intervenir políticamente para apaciguar las aguas. Tras una reunión con la CGT, el presidente Mauricio Macri firmó un decreto para habilitar “una recomposición salarial de 5% a pagarse en dos cuotas, entre los meses de julio y agosto, a cuenta de las cláusulas de revisión” de los acuerdos paritarios.
Más allá de que la mayoría de los dirigentes sindicales tiene importantes niveles de imagen negativa, y para no arriesgarse a las potenciales consecuencias de que una protesta común unificase a las diferentes vertientes en que está disgregado el mundo gremial, Cambiemos desplegó su habitual táctica de desarticulación de intereses, negociando con ciertos sindicatos a fin de restarle volumen al reclamo general.
Los legisladores (y los gobernadores)
Hablar de “legisladores” es, para muchos en Casa Rosada, hablar de “los gobernadores”. Si bien la votación del proyecto sobre tarifas que derivó en un veto presidencial habría sido una suerte de paraguas en la otrora fructífera relación entre el oficialismo y el peronismo parlamentario conducido por Miguel Ángel Pichetto, el Gobierno sabe que contar con el apoyo y la influencia de los titulares de los ejecutivos provinciales será clave para cumplir con los compromisos derivados del acuerdo con el FMI.
El hombre clave en esta materia es el ministro del Interior, Rogelio Frigerio, quien tiene por delante el gran desafío de reavivar un vínculo que la Casa Rosada descuidó en los últimos tiempos. En esta tarea tallará también la relanzada mesa política del Gobierno, que hoy cuenta con una participación central de la UCR, a través del reaparecido Ernesto Sanz y los tres gobernadores del centenario partido (Morales, Cornejo y Valdés). En este esquema, y del lado del Gobierno, además de Frigerio y los dos principales referentes electorales del PRO (Vidal y Rodríguez Larreta), se destaca un rehabilitado Emilio Monzó.
A esta altura queda en claro que la condena al ostracismo del presidente de la Cámara de Diputados, hoy activo como en los primeros años de la gestión, fue, como se diría en el tenis, un “error no forzado” del Gobierno que lo llevó a bloquear la propuesta de ampliar los frentes de diálogo político que Monzó quería impulsar con el peronismo. Una tarea que hoy resulta central para los planes gubernamentales.
Macri apuesta a la “responsabilidad” de la mayoría de los gobernadores del PJ que, aunque seguramente no apoyarán pública y entusiastamente el acuerdo con el FMI, son conscientes de que sus propios planes reeleccionistas dependen de la suerte del Gobierno en esta empresa.
El electorado
El Gobierno, fiel a su cosmovisión construida en gran medida por Jaime Durán Barba y el propio Marcos Peña, nunca va a soslayar el papel del actor más importante que tiene la vida electoral del país: el electorado.
Los principales referentes de Cambiemos saben que en las elecciones es clave la relación que se construye con los electores. Es en este punto donde la comunicación jugó (y aún juega) un papel fundamental que no se puede soslayar. Sin embargo, gobernar exige, como dijimos, más que solamente comunicar.
En la difícil coyuntura actual, el escenario económico plantea importantes interrogantes en relación con un electorado que seguramente sentirá las consecuencias del ajuste tendiente a reducir el déficit fiscal a 2,7% del PBI este año y a 1,3% en 2019. En este escenario, y consciente de que la fragmentada oposición no ha logrado aún capitalizar el desgaste de Macri, el Gobierno apuesta a revitalizar la estrategia de polarización que tanto rindió en 2015 y 2017. Una apuesta arriesgada que podría revelarse ineficaz si la situación económica motiva alguna alternativa de unidad en las filas peronistas.
La “pesada herencia”: un clásico de los gobiernos argentinos
En el 2016, a meses de haber asumido la presidencia, Macri comenzó a delinear una narrativa que le permitiese fundamentar ciertas medidas de gestión que no serían del agrado popular.
No se trataba de una estrategia novedosa. Históricamente, una de las formas clásicas de legitimar acciones impopulares ha sido la de identificar un enemigo que con su accionar condicionó el futuro y que obliga a tomar decisiones difíciles para evitar la “catástrofe” que nos haría deslizarnos hacia el abismo. Así fue como la “pesada herencia” comenzó a naturalizarse en el sentido común de los argentinos, quienes, sin haber visto jamás un balance o una rendición de cuenta para constatar tal afirmación, asimilaron que el actual Gobierno estaba pagando por las acciones del anterior.
Cuando se analiza un caso aislado, todo parece novedoso, sin embargo, cuando uno compara los distintos gobiernos a lo largo de los más de 35 años de democracia, las similitudes pueden resultar alarmantes. Hace algunas semanas señalábamos el rasgo cíclico de la historia argentina, y en particular de algunas medidas en las que los gobiernos caen una y otra vez. En esta oportunidad, Macri parece estar cumpliendo con la expectativa de esta suerte de “costumbre argentina”. Desde Alfonsín hasta Macri todos tuvieron “pesadas herencias” de sus antecesores.
Repasemos. Raúl Alfonsín tuvo que hacer frente a una deuda externa galopante, herencia de la dictadura, quien la aumentó 118% entre 1976 y 1980. Carlos Menem asumió anticipadamente la presidencia con la esperanza de que su figura y su liderazgo lograsen apaciguar una inflación galopante que, de 1984 a 1990, alcanzó el 471%, tras el fracaso del Plan Austral y un PBI que no dejaba de decrecer. En 1999, Fernando de la Rúa llegó a la presidencia con la promesa de mantener la “bomba de tiempo” de la convertibilidad, para lo cual tuvo que recurrir a diversos préstamos internacionales, entre ellos el “blindaje financiero” aportado por el FMI. Tras el interregno de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner recibió al país con un peso devaluado, las deudas de los empréstitos que había gestionado La Alianza, y con una relación deuda-PBI que alcanzaba el 95,3 por ciento.
En este sentido, el nuevo acuerdo stand-by con el FMI por un monto récord de 50 mil millones de dólares, con el cual el Gobierno asegura poder estabilizar las principales variables económicas, está en vía de convertirse en la nueva (y pesada) herencia con el que Macri podría recibir a su sucesor. Si bien la letra chica se conocerá recién la semana próxima, cuando las partes suscriban el acta de intención con los lineamientos y las condiciones del acuerdo, ya ha trascendido que tiene un plazo de 36 meses. Por ello, en lo que respecta al cumplimiento de las metas pautadas, como al reembolso del préstamo, se está comprometiendo al futuro gobierno que emane de las urnas en 2019.
Un plazo suficiente como para que, aun ganando Macri en 2019, sea quien asuma en 2023 el que continúe dicho pago. En otras palabras, por estas semanas Macri está firmando la nueva “pesada herencia” para el próximo gobierno.
Tras celebrar el acuerdo con el FMI y contar con los fondos necesarios para estabilizar el escenario económico, el Gobierno enfrentaría un desafío central para la continuidad de su proyecto político.
El FMI, como es lógico a la luz de la historia reciente, activa un marco de fuerte negatividad en la opinión pública. Consecuentemente, era previsible que el acuerdo con un actor con tanta imagen negativa para los argentinos repercutiera directamente en la imagen del Gobierno.
Fuente: Taquion y Trespuntozero
Macri en su laberinto
El Gobierno nacional no pudo resolver una corrida cambiaria que nos arrojó, una vez más, a los brazos del FMI. Fruto del acuerdo con dicho organismo, el Gobierno deberá reducir el gasto público en casi 4% del PBI a lo largo de los próximos 36 meses, lo cual condenará a la economía, como mínimo, a un estancamiento durante el próximo año electoral.
El ajuste no solo afectará la obra pública, uno de los caballitos de batalla del Gobierno de cara al proceso electoral, sino que impactará negativamente en el salario real que seguramente seguirá perdiendo frente a la inflación, generará mayor presión sobre las tarifas y reducirá fuertemente las transferencias a las provincias.
Consciente del potencial impacto electoral de estas medidas, el Gobierno se encargó de difundir que el acuerdo incluye una suerte de cláusula de salvaguardia social que le permitiría, si la “situación social” así lo requiriese, desviarse de las metas fiscales pautadas por un margen del 0,2% del PIB.
Así las cosas, se perfila un escenario electoral en 2019 muy difícil para el Gobierno, lo que por ahora y solo por ahora se ve atenuado por la fuerte fragmentación de la oposición.
El autor es sociólogo y consultor político. Autor de “Gustar, ganar y gobernar” (Aguilar 2017).
Fuente: https://www.infobae.com/opinion/2018/06/10/costumbres-argentinas-para-gobernar/